domingo, 8 de mayo de 2011

JUSTOS Y SANTOS

“El que tiene al Hijo, tiene la vida, el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.” (1 Juan 5:12).
¿Somos justificados por la fe más las obras, por las obras sin la fe, o por la fe sin las obras?
¿O será que ninguna de estas opciones es correcta?
Recibir la salvación es como recibir visitas. No podemos obligar a la gente a que nos visite, deben venir por su propia cuenta. Ni se espera tampoco que quienes nos visitan entren a nuestro hogar sin permiso, deben ser invitados a entrar.
No es obra nuestra, sino la de Dios traernos la salvación, el perdón, la justicia y la santidad. No podemos obligarlo, pues el ya había decidido desde antes de la fundación del mundo darnos la redención. Pero esta debe ser recibida en la morada interior del corazón. Nos corresponde a nosotros -en un acto de fe-, dar la bienvenida a la gracia divina y someter completamente nuestra voluntad a ella.
En la entrada anterior figuraba este texto de las Escrituras: “Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley,
por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado”. Gálatas 2:16
La justicia se obtiene mediante Cristo y solo por él. Y punto.
Los esfuerzos humanos de alcanzar salvación fuera de él son una colosal pérdida de tiempo (y de la vida eterna), pues “en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”. Hechos 4:12
Nada que hagamos tampoco le agrega nada a la suficiente obra del Calvario. Podemos entonces descartar por completo las obras humanas. Sin embargo la obra del Señor no se detuvo en la cruz. La justicia acreditada al creyente es apenas el comienzo de su obra en nosotros. Y todo lo que seguirá en nuestra experiencia también será por la obra del Espíritu en nuestras vidas.
La siguiente declaración es esclarecedora: “La justicia por la cual somos justificados es imputada; la justicia por la cual somos santificados es impartida. La primera es nuestro derecho al cielo; la segunda, nuestra idoneidad para el cielo” (Review and Herald, 4 de junio de 1895).
Somos salvos en el Señor al recibir su justicia. Dios nos perdona, nos limpia, nos declara justos y nos da poder para obedecer. Todo viene en el mismo paquete. Pero luego continuamos viviendo en este mundo de pecado; ¿Lo haremos sin su gracia?
Necesitamos de su gracia justificadora al comienzo, y Él nos declara justos por su buena voluntad sin que lo merezcamos. Pero también necesitamos recibir su gracia y su justicia a cada paso de nuestra vida cristiana, de otra manera no podríamos resistir los embates del pecado. De principio a fin dependemos de Dios.
No obstante, nos toca a nosotros ejercer fe, creer, aceptar, someternos a Dios. Nadie, ni Dios mismo, puede obligarnos a hacerlo. El asunto es simple: Dios lo hace todo, pero necesita de nuestro consentimiento. Así es que somos salvos por gracia por medio de la fe y caminamos dependiendo de él a todo lo largo de nuestra existencia.
No obstante, no somos salvos para continuar andando en nuestros pecados. Deberíamos temer el concepto de una gracia que no produzca cambios en la vida, que no impulse a buscar la perfección de carácter y que rebaje la santidad a un mero concepto. 
“Pero al paso que Dios puede ser justo y, sin embargo, justificar al pecador por los méritos de Cristo, nadie puede cubrir su alma con el manto de la justicia de Cristo mientras practique pecados conocidos, o descuide deberes conocidos. Dios requiere la entrega completa del corazón antes de que pueda efectuarse la justificación. Y a fin de que el hombre retenga la justificación, debe haber una obediencia continua mediante una fe activa y viviente que obre por el amor y purifique el alma” (Fe y Obras, p. 103).
La gracia divina no elimina el libre albedrío. Tal como libremente aceptamos a Dios, libremente también podemos rechazarlo, ya sea explícitamente o por descuido.
Cuando dejamos de oír la voz del Espíritu nos colocamos en terreno del enemigo, pues rechazar al Espíritu es rechazar a Dios. El Agente celestial que se ocupa de convencernos de pecado, de justicia y de juicio tiene un lugar determinante en el proceso: “Por el Espíritu es como Cristo mora en nosotros; y el Espíritu de Dios, recibido en el corazón por la fe, es el principio de la vida eterna.” (El Deseado de todas las Gentes, p. 352). Nuestra "obra" consiste en someternos continuamente a la influencia del Espíritu para que modele nuestro carácter a la semejanza del suyo. Eso es la santificación, una obra de toda la vida; pero es solamente la continuación de la obra que nuestro persistente Dios comenzó y desea finalizar en cada hijo suyo. Ël no deja trabajos sin terminar.
La Biblia declara categóricamente: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios. Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios”. 1º Corintios 6:9-11
Alabemos a Dios por su maravillosa obra y permitamos que en todo momento Cristo y su justicia puedan encontrar un lugar en nuestro corazón.
“El que tiene al Hijo, tiene la vida, el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.” (1 Juan 5:12).

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