viernes, 18 de febrero de 2011

FIDELIDAD EXTREMA (5 de 10)

ABRAHAM, AMIGO DE DIOS

“Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia, y fue llamado amigo de Dios”. (Santiago 2:23; ver Isaías 41:8)
Mi abuelo Pedro gustaba referirse a los personajes célebres de su tiempo, - a los que escuchaba en su vieja radio de onda corta -, como si fueran sus amigos. Lo hacía tal vez para despertar en mí el interés por los sucesos mundiales. Solía decir por ejemplo: “mi amigo Winston Churchill...”, para luego iniciar un largo discurso sobre política internacional.
Pero aquí vemos a alguien que fue llamado amigo por Dios mismo. Fue tan sobresaliente que los ángeles lo aplaudieron.
Sin embargo, para sus contemporáneos él era un tipo raro. Adorador de un Dios invisible, iba sembrando altares por toda Canaán. Se llamaba “Padre de Multitudes” pero era ya viejo y no tenía hijos. Era rico pero no codicioso, poderoso pero humilde de corazón, sabio pero no orgulloso.
De todos los grandes personajes de la Biblia, es el único que mereció el calificativo de “amigo de Dios”. Esto es algo extraordinario. Pensemos por un momento en lo que implica.
Es cierto que Dios nos ofrece su amistad a todos por igual; pero tal como sucede en las relaciones humanas (ya sea por gusto, afinidad o lo que fuere), ese ofrecimiento no suele hallar eco en toda persona. Únicamente unos pocos responden a su atractivo y aceptan su amistad; menos todavía alcanzan la intimidad necesaria para ser catalogados como “amigos íntimos”.
Y lo que hizo Abraham por esa amistad es increíblemente asombroso, porque se le pidió algo que supera la lógica humana: la inmolación de su propio hijo.
Un triste día recibió la sorpresiva orden divina de ofrecer en holocausto a Isaac, su hijo más amado, que sería -según lo había dicho el Señor- el principio de multitud de descendientes.
Lo había esperado por 25 años, lo había visto nacer, crecer y convertirse en un maravilloso jovencito que era su orgullo y felicidad. Y ahora tendría que matarlo...
¿Cómo era posible? 
¿No estaría Dios equivocado? 
¿Qué pasó con el mandamiento de “no matarás”...?
Cualquier mente racional dudaría de los propósitos divinos y Satanás debió haber presionado mucho a este héroe de la fe para que desobedeciera. Entonces sucedió lo que llenó de admiración tanto a los ángeles como a los demonios.
Casi en cámara lenta, pero con firmeza, Abraham obedeció la voz su Señor, casi sin pronunciar palabra. Esperaba que lo que iba a hacer no fuera visto por nadie, tan terrible le parecía. Pero lo que él no sabía, y frecuentemente solemos olvidar, es que todo el cielo estaba mirando, como lo dice la siguiente cita:
“Los seres celestiales fueron testigos de la escena en que se probaron la fe de Abraham y la sumisión de Isaac. La prueba fue mucho más severa que la impuesta a Adán. La obediencia a la prohibición hecha a nuestros primeros padres no extrañaba ningún sufrimiento; pero la orden dada a Abraham exigía el más atroz sacrificio. Todo el cielo presenció, absorto y maravillado, la intachable obediencia de Abraham. Todo el cielo aplaudió su fidelidad”. (Patriarcas y Profetas Página 155)
¿Te han aplaudido alguna vez? No importa en que estadio o plaza alguien haya recibido aplausos; nadie como Abraham que se llevó la aprobación de todo el resto del universo.
Si hubieramos estado allí y comprendido lo que implicaba su sacrificio, también hubiéramos aplaudido. Su tremendo ejemplo de lealtad escapa a nuestra comprensión moderna, tan habituada a justificar el abandono de todo deber penoso.
La voz de Dios era tan familiar para Abraham que no dudó en responder, aunque su corazón sangrara por la magnitud de la demanda divina.
Por eso, Dios lo llamó amigo. A nosotros también se nos concede el mismo privilegio, si estamos dispuestos a mostrar la misma fidelidad y obediencia:
“Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer”. (Juan 15:14,15)