martes, 12 de julio de 2011

AFERRADOS

“Pleito tiene Jehová con Judá para castigar a Jacob conforme a sus caminos; le pagará conforme a sus obras. En el seno materno tomó por el calcañar a su hermano, y con su poder venció al ángel. Venció al ángel, y prevaleció; lloró, y le rogó; en Bet-el le halló, y allí habló con nosotros”. Oseas 12:2-4
En este texto, el profeta hace referencia a dos momentos en la vida del patriarca Jacob, ambos caracterizados por la lucha y por estar aferrado a alguien:
  • Sus comienzos
  • El clímax de su experiencia religiosa.
La profecía puede aplicarse en forma triple: literalmente a Jacob; al pueblo de Israel de los días de Oseas; y por último a quienes vivimos en el fin de los tiempos.
En su nacimiento aparece aferrado al talón de su hermano, como un adecuado símbolo de su carácter mañoso y ventajero. 
Teniendo un temperamento opuesto al de Esaú y viéndose relegado por su padre, intentó ganar por medio de ardides y manipulación las bendiciones de la primogenitura.
En su confusión -y aunque anhelaba lo espiritual-, hizo uso de medios humanos para conseguir aquello que Dios ya le había prometido mediante el don de profecía. 
Los frutos de su conducta no se hicieron esperar. En vez de conseguir lo que quería, tuvo que abandonar el hogar paterno y sufrir mucho.
Fue engañado por su suegro varias veces, al punto que no soportó más y  tuvo que marcharse del hogar de Labán a escondidas.
El recuerdo de sus errores, mentiras y engaños del pasado, el entredicho con su suegro y la llegada de su hermano con un grupo armado, lo llevaron a buscar a Dios en oración.
Lo vemos nuevamente aferrarse, pero ya no a cosas mundanas, sino a Dios mismo.
Su lucha ahora era contra el Ángel de Jehová (Cristo mismo). 
En principio combatió con todas sus fuerzas, sin lograr nada; pero cuando comprendió la naturaleza de aquel a quien enfrentaba, se arrojó a sus pies, contrito y suplicante. Peleó, lloró y rogó, con la determinación de no soltarse hasta que obtuviera la bendición.
Fue junto al río Jaboc que tuvo su maravilloso y redentor encuentro con el Señor. Allí comenzó una nueva experiencia para él. El amanecer de un nuevo día prefiguró lo que sucedía en su interior. Salió de allí como un hombre transformado, con un nombre nuevo y un nuevo corazón.
Ya había luchado y vencido por la fe; aunque no sin pérdida.
Su lucha es una impresionante representación de la lucha final del pueblo de Dios: “¡Ah, cuán grande es aquel día! tanto, que no hay otro semejante a él; tiempo de angustia para Jacob; pero de ella será librado.” Jeremías 30:7
De igual manera, en la angustia final, tendremos que luchar con nosotros mismos y con Dios. Debemos adquirir por la fe la seguridad de que estamos a cuentas con el Señor.
Necesitaremos para ello dejar de aferrarnos a las cosas de este mundo, para tomarnos con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra voluntad, del Único que puede concedernos la victoria.
Y como Jacob, para ser triunfantes -¡oh paradoja!- primero necesitaremos rendirnos.
Jesucristo fue nuestro ejemplo en este sentido. Cuando vino a este mundo tuvo que vivir por fe tal como nosotros, vencer con las mismas armas de que disponemos y aferrarse a lo celestial.
“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Filipenses 2:5-8
Nuestro querido Salvador se despojó de toda su gloria y poder por nosotros para alcanzar nuestra redención. De esa manera, su victoria llegó a ser la nuestra ¿Nos apropiaremos de ella?
Caigamos hoy a los pies de Jesús, con el mismo espíritu de Jacob, dispuestos a no soltarle hasta ser bendecidos.