martes, 6 de julio de 2010

FUIMOS ELEGIDOS

“Pero nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad, a lo cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo. Así que, hermanos, estad firmes, y retened la doctrina que habéis aprendido, sea por palabra, o por carta nuestra. Y el mismo Jesucristo Señor nuestro, y Dios nuestro Padre, el cual nos amó y nos dio consolación eterna y buena esperanza por gracia, conforte vuestros corazones, y os confirme en toda buena palabra y obra”. 2 Tesalonicenses 2:13-17
Hay una enorme diferencia entre la elección de Dios y la de los hombres. Cuando somos elegidos por otras personas para cumplir una función, lo hacen en base a nuestras habilidades o conocimiento. Se espera de nosotros que estemos capacitados para enfrentar y solucionar los problemas que se nos presentan. Si no alcanzamos a cubrir las expectativas ajenas podemos perder nuestro puesto o posición. La aceptación de los demás se basa en nuestro desempeño.
La elección de Dios en cambio está basada en premisas completamente diferentes. No tienen nada que ver nuestros talentos, dones, sabiduría o entrenamiento. No se sustenta en alguna dignidad anterior o en merecimientos. Ni siquiera se espera que estemos capacitados para lo que nos llama a hacer. Nada tiene que ver tampoco lo bien o mal que cumplamos nuestra labor.
Él es quien llama en base a su gracia, confiere toda dignidad y capacidad a sus hijos y nos confirma en la fe, mediante claras señales que el Espíritu se encarga de impirmir en nuestros corazones. Su fidelidad es la garantía de nuestra aceptación. Su amor cubre todo lo demás.
Todo lo que se espera de nosotros es que retengamos nuestra profesión, que aceptemos el llamado y las provisiones que el cielo ha hecho para que lo cumplamos, avanzando por la fe.
Es digno de notar que el texto citado al principio está relacionado con la advertencia acerca del hombre de pecado y continúa de esta manera: “Por lo demás, hermanos, orad por nosotros, para que la palabra del Señor corra y sea glorificada, así como lo fue entre vosotros, y para que seamos librados de hombres perversos y malos; porque no es de todos la fe. Pero fiel es el Señor, que os afirmará y guardará del mal. Y tenemos confianza respecto a vosotros en el Señor, en que hacéis y haréis lo que os hemos mandado. Y el Señor encamine vuestros corazones al amor de Dios, y a la paciencia de Cristo”. 2 Tesalonicenses 3:1-5
Se espera de cada hijo suyo, que ha sido llamado a la salvación, que sea fiel y obediente. Pero la fidelidad y la obediencia no son otra cosa que el fruto de la santificación obrada por el Espíritu en nuestros corazones. Esto es lo que diferencia a los que son de la fe de los que no lo son.
Quizá la mayor dificultad, el mayor estorbo que el cristiano encuentra en el camino, se halla en que no todos los que están en la iglesia son llamados por Dios. Con harta frecuencia somo malinterpretados por nuestros hermanos en la fe. Sufrimos chascos, desilusión, amargura y somos desalentados por quienes debieran ayudarnos en nuestro camino.
El resultado se expresa en desconfianza, peleas y divisiones irreconciliables sobre cosas pequeñas.
Las luchas y contiendas que estos infiltrados provocan no obran a favor de la perfección cristiana. Por el contrario, detienen, desalientan y confunden la marcha del pueblo de Dios.
Pero no tenemos que desanimarnos ni dudar por eso. Somos llamados a perseverar y a ser constantes en lo que hemos aprendido por Aquel que fue siempre fiel.
Retener la doctrina, en este contexto no significa solamente sostener un ortodoxo sistema de creencias, sino más bien estar confirmados en seguir haciendo el bien, en estar firmes “en toda buena palabra y obra”
Y esto también es obra de su fidelidad que alcanza hasta los cielos. Podemos confiar en ella para que nos guarde del mal, porque “el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”. Filipenses 1:6