domingo, 13 de marzo de 2011

AUTOFLAGELACIÓN

“Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado”. (1ª Corintios 9:26-27)

La autoflagelación es la práctica de torturarse e infligirse heridas uno mismo.
Esta terrible costumbre ha vuelto a convertirse en centro de atención por causa de algunas corrientes juveniles actuales, que la utilizan para alcanzar un cierto grado morboso de placer, como método de excitación sexual, o por otras causas igualmente perversas.
Pero, en el contexto religioso, ésta se practicaba a fin de alcanzar un más alto nivel espiritual. Durante la época medieval existieron cofradías de “disciplinantes” que entendieron mal el consejo de Pablo y buscaban purificar sus almas mortificando sus cuerpos. En lo oscuro de los conventos, en los templos y en las procesiones se daban de latigazos o se cubrían con cinturones llenos de púas -entre otras prácticas-, en pos de rendir “homenaje” a la pasión de Nuestro Señor.
Entendámonos; nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo y deben ser tratados con respeto. Este tipo de prácticas no rinde ningún servicio a Dios, porque nuestros propios sufrimientos no tienen valor redentor; solo los de Cristo pueden limpiarnos de pecado.  No deberíamos pues causarnos daño intencionalmente o por descuido; necesitamos además ser respetuosos de las leyes de la salud, honrando así a nuestro Creador.
Pero vamos un poco más allá. La Biblia dice que la iglesia se asemeja a un cuerpo; en el cual: “los miembros del cuerpo que parecen más débiles, son los más necesarios; y a aquellos del cuerpo que nos parecen menos dignos, a éstos vestimos más dignamente... pero Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante honor al que le faltaba, para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros. De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan. Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular”. 1ª Corintios 12:22-27
En la analogía de la iglesia como cuerpo, aparece la noción de solidaridad. Los miembros actúan en conjunto, cuidando del más débil, preocupándose unos por otros y gozándose o sufriendo colectivamente de acuerdo a las circunstancias.
Pero a veces también nos flagelamos...
Este asunto de la autoflagelación en la iglesia quisiera tratarlo desde estos tres enfoques diferentes, aunque complementarios entre sí:
  1. Histórico
  2. Congregacional
  3. Individual
1- En la profecía de los cuatro caballos y sus jinetes, de Apocalipsis 6, al caballo blanco que representa la iglesia victoriosa le sigue “otro caballo, de color rojo encendido. Al jinete se le entregó una gran espada; se le permitió quitar la paz de la tierra y hacer que sus habitantes se mataran unos a otros”. (Apocalipsis 6:4 NVI)
Basta revisar un poco la historia para comprobar que luego del primer siglo, la iglesia cristiana, que había mantenido su pureza original y había esparcido el mensaje de salvación por todo el imperio romano, comenzó a dividirse en distintas facciones que competían entre sí -ortodoxos, arrianos, gnósticos, docetistas, montanistas, adopcionistas-, por nombrar algunas.
La espada del evangelio se tornó entonces en la espada del demonio; la unidad y la paz fueron reemplazadas por las contiendas y el derramamiento de sangre. Unos a otros se tildaron de herejes y recurrieron en algunos casos a la violencia para imponer sus puntos de vista.
Ya Jesús había predicho esta actitud entre los creyentes: “Os expulsarán de las sinagogas; y aun viene la hora cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde servicio a Dios”. (Juan 16:2)
Al alcanzar el cristianismo el estatus de religión imperial, dolorosamente echó mano del poder del estado para perseguir a los disidentes. El caballo bermejo siguió cabalgando y se dio forma legal a la supresión de la herejía mediante la institución de la Inquisición. Miles fueron encarcelados, torturados y muertos por el delito de diferir en sus creencias con la iglesia oficial.
Duele decir que con el advenimiento de la Reforma las cosas no mejoraron, pues en sobrados casos los protestantes utilizaron los mismos métodos. No fue sino hasta principios del siglo XIX en que el fervor misionero reemplazó al fervor por destruir al que pensaba distinto. 
Es que la mejor manera de evitar disputas internas es ocuparnos de las necesidades de los demás.
Este fuego sin embargo, no se ha apagado; volverá a encenderse avivado por Satanás cuando, según las profecías, se encienda de nuevo el espíritu de entrega y plena consagración que tuvo la iglesia primitiva.
2- Pero, aunque la persecución haya cesado a nivel institucional, aunque las distintas confesiones tengan hoy un trato más “civilizado”, no por eso hemos dejado de lastimarnos; solamente hemos pasado en la autoflagelación del nivel confesional al nivel congregacional.
Ya no se encienden hogueras, pero tenemos métodos más refinados de causar dolor. El maltrato continúa a nivel de la iglesia local cuando nos agredimos unos a otros con el dudoso afán de corregir al que piensa diferente de nosotros (y por lo tanto, ¡está equivocado!).
Más dolorosos que los golpes del látigo resultan las de los “hombres cuyas palabras son como golpes de espada” (Proverbios 12:18). Las críticas impiadosas, las calumnias gratuitas, los chismes sin fundamento, todos actúan como eficaz método de autoflagelación del cuerpo de Cristo.
¿No sería mejor que nuestras palabras actuaran como bálsamo sanador, antes que obrar como hirientes espadas?
3- La tercera espada levantada contra los hijos de Dios la esgrimimos con nuestras propias manos
¿Cómo es esto posible?
Cuando rumiamos algún desprecio que hemos sufrido, cuando nuestro orgullo sufre por no ser tenidos en cuenta, o tal vez cuando imaginamos que alguien conspira contra nosotros en la iglesia, nos estamos autoflagelando. Cuando el rencor, los celos y la desconfianza ocupan el lugar de la fe en el corazón del creyente, el amor filial se desangra y muere a causa de las heridas autoinflingidas.
Cuando predominan los sentimientos de culpa y se deja de confiar en el perdón y la aceptación de Jesús, se da lugar a pensamientos que carcomen las vidas de muchos cristianos, que se hieren a sí mismos al perder de vista la fuente inagotable y siempre accesible del amor del Salvador.
No caigamos en estas actitudes que nos desvalorizan como hijos de Dios ante nosotros mismos, ante los no creyentes, y ante el universo celestial. Demos testimonio de que hemos nacido de nuevo amando a nuestros hermanos y cuidando de no causar heridas a nadie.
“¡Qué maravilloso y agradable es cuando los hermanos conviven en armonía!
Pues la armonía es tan preciosa como el aceite de la unción
que se derramó sobre la cabeza de Aarón,
que corrió por su barba hasta llegar al borde de su túnica.
La armonía es tan refrescante como el rocío del monte Hermón
que cae sobre las montañas de Sión.
Y allí el Señor ha pronunciado su bendición,
incluso la vida eterna”.
Salmos 133 (Nueva Traducción Viviente)