sábado, 16 de mayo de 2009

EL MÁS GRANDE DE TODOS LOS PECADOS I

¿Cuál es el más grande de todos los pecados?
Según la encuesta que realicé en el blog, el mayor de los pecados es el orgullo, y no está mal, porque fue el primero que halló lugar en el corazón de un ser creado (Lucifer).
Un lector con conocimiento de la Biblia, por otra parte, me escribió que "es rechazar a Cristo y blasfemar contra el Espíritu Santo".
Jesús dijo en cierta ocasión, que el pecado contra el Espíritu Santo no les sería perdonado a los hombres. De veras es un asunto grave.
Pero trae a su vez la pregunta de cómo se comete dicho pecado.
Puede esto llegar a ser incluso desalentador para algunos creyentes, que con sensible conciencia, al contemplar sus reiteradas infidelidades, creen haber pecado imperdonablemente.
¿Se cansa Dios de perdonar? ¡NO! ¡Mil veces no!
Precisamente aquellos que tienen conciencia del pecado y se dan cuenta de sus faltas son los que están más al alcance del perdón.
Perdonar no es problema para Dios. La gracia de nuestro bondadoso Señor es ilimitada y suficiente para cubrir cualquier pecado. No hay límite de grado o cantidad para su perdón.
Más bien, aquellos que son incapaces de reconocer la gravedad de su situación, que no buscan el perdón, no aceptan la reprensión y que orgullosamente se creen superiores a los demás, están camino a rechazar definitivamente la suave voz del Espíritu.
Entonces, habiendo establecido esto, quiero abordar el tema de cuál es el peor de todos los pecados.
En la sociedad hay pecados más graves que otros. No es lo mismo un asesino que un mentiroso, ni un violador que un vanidoso. Nuestros parámetros se han vuelto relativos.
En nuestro competitivo mundo, incluso apreciamos a los que apasionadamente se llevan el mundo por delante, los agresivos y rápidos para contestar. Hasta la ironía, la mordacidad y el sarcasmo han sacado ya patente de grandeza, no sólo entre los incrédulos, sino dolorosamente también entre los creyentes.
Por otra parte, en nuestra pobre escala, donde figuramos siempre en primer lugar, consideramos en forma diferente nuestro pecado de aquel que cometen los demás contra mí.
Hasta en la iglesia tenemos una escala relativa de pecados contra los que reaccionamos de diferente manera. (¿Qué es acaso más frecuente, desfraternizar a una persona por adulterio o por ser orgulloso?)
Pero la valoración personal o la aceptación social de ciertas conductas no constituye guía segura de la voluntad de Dios. Ante el Señor no hay diferencia "por cuanto todos pecaron" - Romanos 3:23
Lejos estoy de afirmar que no debemos dar al pecado el nombre que le corresponde, o que la iglesia no deba disciplinar a los miembros. Hay claros y positivos mandatos bíblicos al respecto.
Solamente que aunque haya diferencia de pecados, cualquier pecado es mortal en sus efectos.
Si consideramos que el pecado es estar separados de Dios y obrar en rebeldía contra su Ley, el problema de la gravedad del pecado radica no en una escala, sino en qué lugar está alojado.
No es el mayor de todos los pecados el que la sociedad considera gravísimo. Tampoco el que los creyentes pueden considerar probado. Menos aún el pecado que ofende nuestro deforme yo.
Todas estas valoraciones están fuera de nosotros y son fáciles de realizar.
Hay una valoración infalible, la que hace Dios, y en ella, nos dice cuál es el pecado más ofensivo a su vista y de mayor riesgo para nosotros.
A riesgo de sonar obvio o evidente, quiero decir que el más grave de todos los pecados es el que se halla oculto en nuestro propio corazón.
Como un tumor inoperable alojado en nuestro cerebro, que se enquista y resiste con más persistencia que los tumores superficiales, el pecado es más difícil de erradicar cuando se aloja en el recóndito interior del ser humano, en su mente, sentimientos y convicciones.
Es el mejor escondite del mal, porque allí es más difícil de detectar y de desalojar.
Digamos hoy como el salmista: "Escudríñame, oh Jehová, y pruébame; Examina mis íntimos pensamientos y mi corazón. " Salmo 26:2
En la próxima entrada veremos como tratar con el pecado que se enquista en la mente y el corazón.