“Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono”. Apocalipsis 3:21
Hace algún tiempo escribí en este blog una serie de diez temas sobre la fidelidad, titulada "Fidelidad Extrema". Lo hice convencido de que nos hallamos ante el imperativo de vencer. 
Nadie  duda que una fe grandiosa anidó en personas tan notables como la virgen  María, Moisés, Daniel o Elías. Lo que cuesta creer es que la iglesia  hoy, en su conjunto, pueda alcanzar tal grado de fidelidad y mantenerse  así. Una cosa es la lealtad individual al Señor y otra la de todo un  pueblo. 
La  iglesia de Dios hoy -vapuleada a veces por sus propios miembros-, se  compone de trigo y cizaña, de ovejas y cabritos, de fieles y no fieles.  Mucho del testimonio que damos como cuerpo  avergüenza a nuestro Señor  en lugar de honrarlo. 
Sin  embargo, en diferentes períodos de la historia sagrada, aparecen tres  grupos que son considerados fieles por Dios mismo, en los cuales no ve  nada incorrecto ni pecaminoso. El primero en el Antiguo Testamento, el  siguiente en el Nuevo Testamento, y el tercer grupo en un futuro  inmediato a nosotros (¿Tal vez ahora mismo?).
- Los israelitas que entraron en Canaán.
- La iglesia apostólica.
- Los 144.000 sellados del Apocalipsis.
El  primero de ellos, que vamos a considerar aquí, fue la generación que  inició la conquista de Canaán bajo el mando de Moisés y luego de Josué. 
Ante  el victorioso avance de las huestes hebreas, el rey Balac de Moab  soborna a Balaam para que los maldiga; pero sus maldiciones se  convirtieron en bendiciones. El corrupto profeta se vio forzado a decir  bajo inspiración: “Dios  no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se  arrepienta. El dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará? He aquí, he  recibido orden de bendecir; El dio bendición, y no podré revocarla. No  ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel”. Números 23:19-21
¿Cómo fue que esta generación llegó a merecer el elogio del Señor?
Se suele decir generalmente: “de tal palo tal astilla”.  Pero es asombroso considerar sus antecedentes Todos ellos eran hijos de  los que habían salido de Egipto, y que por causa de su terrible  incredulidad y rebeldía, habían muerto en el desierto. 
Es posible que de padres buenos pueden salir hijos malos; pero... ¿de padres incrédulos pueden salir hijos llenos de fe?
Ellos  son un fuerte reproche para los que disculpan el pecado amparándose en  las circunstancias, en el entorno o cualquier otra cosa. Trascendieron  todos esos “obstáculos” y resultaron victoriosos. 
Durante  cuarenta años, desde la salida del cautiverio, habían visto tanto las  maravillas de Dios como la respuesta negativa de sus padres. Fueron  testigos del cruce del Mar Rojo y también de la idolatría en el Sinaí;  vieron caer el maná, las codornices y el agua de la roca, pero  escucharon también a sus progenitores despreciar tales bendiciones  (Cualquier relación que hagamos con la iglesia actual ¡no es  casualidad!). 
En  la rebelión final en Cades, los apóstatas dijeron que preferían morir  en el desierto y cuestionaron que sus hijos llegaran hasta allí para ser   “presas” de los cananeos. Pero el Señor les aseguró que esos mismos  niños entrarían en la Tierra Prometida. 
La  promesa divina se cumplió en detalle. Ellos pudieron entrar y poseer la  tierra; sus padres perecieron en el desierto. Tampoco fue por  casualidad. 
La victoria en la vida cristiana se obtiene por medio de la gracia y el poder de Cristo; pero está determinada finalmente por las decisiones que tomamos. 
Habiendo  visto los amargos frutos de la rebelión en sus propias familias,  decidieron ponerse del lado del Líder de Israel en lugar de luchar  contra él. Y aunque actuaron de causa a efecto, no fue una determinación  meramente racional, sino una actitud de fe. 
Jugaron su suerte con la verdad y se mantuvieron fieles hasta el punto en que pudo decirse de ellos “No ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel”. Números 23:19-21
Con  seguridad en el futuro pecarían y cometerían errores -como en Baal-Peor  o en el caso de los gabaonitas-, pues no hay tal cosa como santidad  inherente. Pero en ese momento estaban sin mancha delante de Dios y el  los veía con agrado. 
Habían  alcanzado el blanco y ante ellos se extendía un horizonte de resonantes  victorias, en tanto pusieran siempre su confianza en el Todopoderoso  Dios de Israel. 
¡Qué maravilloso cuadro presentaban esos hijos fieles! 
De la iglesia del desierto bien podía decirse “¿Quién es ésta que se muestra como el alba, Hermosa como la luna, Esclarecida como el sol, Imponente como ejércitos en orden?” Cantares 6:10
¿Y nosotros...?

 
