domingo, 20 de febrero de 2011

FIDELIDAD EXTREMA (6 de 10)

MOISÉS, EL HOMBRE DE ROSTRO BRILLANTE

“Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al Invisible” (Hebreos 11: 27)
La fe es sin duda componente esencial de nuestra relación con el Señor. Desde la entrada del pecado nadie puede ver a Dios en toda su gloria; nos toca simplemente aceptar por fe el testimonio que la Biblia presenta sobre la Deidad.
Sin embargo hubo un hombre que se atrevió a pedirle que le dejara contemplarlo.
Había tenido un primer encuentro cuando se le apareció el Señor en la zarza que ardía sin quemarse, y fue comisionado para liberar a su pueblo. Esa vislumbre divina le dio el poder y el valor para llevar a cabo una tarea que se le antojaba imposible.
Luego de haber sido liberado y pasado el Mar Rojo, al llegar al Sinaí, el pueblo israelita se quedó abajo del monte y Moisés subió al monte a encontrarse con Dios. No lo pudo ver directamente, pero estuvo en la presencia de su gloria, ocultada por una nube.
No obstante, encontramos que esa nueva y extraordinaria ocasión no fue suficiente para nuestro héroe de la fe. Después de que intercedió por el pueblo que había apostatado adorando el becerro de oro, reiteró su pedido : “Te ruego que me muestres tu gloria” (Exodo 33:18). Deseaba más y más de Dios, no se saciaba con lo que ya había experimentado, por glorioso que fuera. Pidió una revelación más grandiosa de Aquel que amaba y él se la concedió.
¿Qué resultó de ese encuentro?
“Estuvo allí con Jehová cuarenta días y cuarenta noches; no comió pan, ni bebió agua; y escribió en tablas las palabras del pacto, los diez mandamientos. Y aconteció que descendiendo Moisés del monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en su mano, al descender del monte, no sabía Moisés que la piel de su rostro resplandecía, después que hubo hablado con Dios. Y Aarón y todos los hijos de Israel miraron a Moisés, y he aquí la piel de su rostro era resplandeciente; y tuvieron miedo de acercarse a él”. Éxodo 34:28-30
Contemplar la gloria de Dios -aunque velada- cambió la apariencia de Moisés. Su rostro ahora estaba impregnado de la gloria divina, y ese fulgor hizo temblar de miedo a sus compatriotas. Es que al ser humano pecador la visión de la santidad le resulta insoportable.
“Y cuando acabó Moisés de hablar con ellos, puso un velo sobre su rostro. Cuando venía Moisés delante de Jehová para hablar con él, se quitaba el velo hasta que salía; y saliendo, decía a los hijos de Israel lo que le era mandado. Y al mirar los hijos de Israel el rostro de Moisés, veían que la piel de su rostro era resplandeciente; y volvía Moisés a poner el velo sobre su rostro, hasta que entraba a hablar con Dios”. Éxodo 34:;33-35
Todo cristiano que ama de verdad a Jesús, también quisiera ver al Padre, tal como lo pidió Felipe (ver Juan 14:8). A todos nos agradaría ver su rostro, y pensamos cómo sería estar en su presencia. Cantamos y hablamos de ello, imaginamos el momento, pero, como dice esta cita: “Moisés no pensaba simplemente en Dios; le veía. Dios era la constante visión que había delante de él; nunca perdía de vista su rostro. Veía a Jesús como su Salvador, y creía que los méritos del Salvador le serían imputados. Esta fe no era para Moisés una suposición; era una realidad. Esa es la clase de fe que necesitamos: la fe que soportará la prueba”. (Joyas de los Testimonios, tomo II, pág. 268).
Notemos: Se encontró con el Señor en la zarza ardiente, luego en los 40 días del Sinaí y más tarde en un tercer período de igual duración. Pero todos esos encuentros fueron precedidos de un constante mirar la gloria de Dios por fe.
Cristiano: ¿ves tú al Invisible?
No debiéramos conformarnos con un conocimiento superficial acerca de Dios. No basta conocer las Escrituras de memoria. No alcanza con orar mucho. No basta tampoco una gloriosa experiencia del pasado. La fe necesita estar en constante crecimiento y renovación o morirá sin remedio.
Al igual que este fiel siervo de Dios, necesitamos contemplarle cada día para que nuestro rostro se parezca al Suyo. Necesitamos acercarnos a la luz de su presencia deseando tener un rostro brillante. Y esto es posible mediante Cristo, pues “Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo”. (2ª Corintios 4:6)