sábado, 16 de abril de 2011

JESÚS Y LA AUTORIDAD II

“Sucedió un día, que enseñando Jesús al pueblo en el templo, y anunciando el evangelio, llegaron los principales sacerdotes y los escribas, con los ancianos, y le hablaron diciendo: Dinos: ¿con qué autoridad haces estas cosas? ¿o quién es el que te ha dado esta autoridad?” Lucas 20:1,2
La intención de los líderes religiosos de Israel era desacreditar a Jesús. Y nada mejor para hacerles perder el respeto por él, que cuestionar su autoridad.
Después de todo, pensaban ellos, ¿quién se creía ese oscuro rabino de Galilea para predicar y hacer milagros sin su permiso
No se daban cuenta que Cristo era la encarnación misma de la autoridad.
Pero Jesús los desairó enfrentándoles en su propio terreno. Les preguntó acerca de la fuente de la autoridad de Juan el Bautista y no supieron que contestar sin poner en evidencia sus malas intenciones.
Para aclarar toda duda, el Señor contó entonces esta parábola sobre la autoridad y el respeto: “Un hombre plantó una viña, la arrendó a labradores, y se ausentó por mucho tiempo. Y a su tiempo envió un siervo a los labradores, para que le diesen del fruto de la viña; pero los labradores le golpearon, y le enviaron con las manos vacías. Volvió a enviar otro siervo; mas ellos a éste también, golpeado y afrentado, le enviaron con las manos vacías. Volvió a enviar un tercer siervo; mas ellos también a éste echaron fuera, herido. Entonces el señor de la viña dijo: ¿Qué haré? Enviaré a mi hijo amado; quizá cuando le vean a él, le tendrán respeto. Mas los labradores, al verle, discutían entre sí, diciendo: Este es el heredero; venid, matémosle, para que la heredad sea nuestra. Y le echaron fuera de la viña, y le mataron. ¿Qué, pues, les hará el señor de la viña? Vendrá y destruirá a estos labradores, y dará su viña a otros. Cuando ellos oyeron esto, dijeron: ¡Dios nos libre!” Lucas 20:9-16
La evidente asociación del relato con su tenaz oposición al llamado divino, arrancó de ellos una espontánea exclamación de terror. Pero Dios no los libraría de los resultados de sus propias decisiones malvadas.
Es que respetar al Hijo es respetar al Padre. Si no tenían respeto por Cristo, tampoco lo tenían de verdad por el Dios a quien decían venerar.
El pueblo judío vio cumplida esta parábola en sí mismo. A lo largo de su historia había rechazado vez tras vez los llamamientos divinos, hasta que no hubo ya remedio.
En su misericordia, Dios envió a su Hijo para que abandonaran sus malos caminos, pero ellos lo mataron, colmando así la copa de su iniquidad.
Los juicios que siguieron, con la matanza de miles, la destrucción de Jerusalén y la dispersión del pueblo elegido, fueron nada más que las lógicas consecuencias de rechazar al Hijo y de atreverse a reclamar: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:25). Desde ese momento perdieron su condición de pueblo elegido, y su misión en la tierra fue traspasada a la naciente iglesia cristiana.
Pero esta advertencia es también para nuestra generación, pues no estamos en mejores condiciones que el pueblo en los días de Cristo. Tenemos un mensaje precioso en vasos de barro, pero debemos ser respetuosos de ese don concedido generosamente por el cielo. No podemos gozar de las bendiciones de nuestra elección, hecha por gracia, si al mismo tiempo desafiamos su autoridad.
Predicar el evangelio es un privilegio, pero al mismo tiempo, impone una solemne responsabilidad. Pablo lo afirmó con claridad al decir: “Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1º Corintios 9:16)
El último mensaje angélico dirigido a la tierra, antes que los juicios de Dios caigan sobre ella, dice precisamente: “Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado”; quién no lo haga, “él también beberá del vino de la ira de Dios, que ha sido vaciado puro en el cáliz de su ira”.  Apocalipsis 14:7,10
Los que predican el evangelio de la gracia salvadora y del segundo advenimiento de Cristo lo hacen bajo su autoridad. Tienen pues la carga de predicarlo, no solamente con palabras, sino con hechos, ejemplificándolo con la propia vida. De otro modo, los juicios de Dios caerán sobre sus cabezas.
“Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió. De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:22-24).
¿Tienes respeto por el Hijo?
Tendrás vida eterna. 

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