“He
aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene
contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las
naciones. No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles.
No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare; por medio
de la verdad traerá justicia”. Isaías 42:1-3
¿Alguien en tu iglesia intentó matarte alguna vez? Espero que no.
Pero
vivimos en un mundo conflictivo. En algún momento, y por causa de
nuestra fe, nos tocará ser perseguidos, enfrentar oposición, recibir
críticas y soportar cuestionamientos de personas con muy malas
intenciones.
¿Cómo tratar con ellas?
Jesucristo
es nuestro modelo en todo, y muy especialmente en cómo trataba con las
personas. En esta serie, quisiera examinar la manera en que el Señor
enfrentaba y resolvía sus conflictos.
Él
tuvo que enfrentarse a distintas clases de personas: gente tosca y de
pocas luces interesadas sólo en lo material, fariseos legalistas,
escribas tramposos, saduceos escépticos, funcionarios corruptos,
compoblanos incrédulos, discípulos inseguros, ¡Incluso a los mismos
demonios!
En
todos los casos salió siempre vencedor de la contienda; siendo firme
pero cortés, directo sin dejar de ser prudente y veraz sin dejar de ser
amable. No pronunció jamás una sola palabra que pudiera herir, confundir
o desanimar a las almas sinceras que le rodeaban.
Fue cuestionado por sus oponentes en cinco aspectos principales:
- En su mismo origen
- Por el uso de su autoridad
- Por su trato y costumbres sin prejuicios
- Por lo singular de su mensaje
- Por sus milagros
Veamos el primero de ellos:
“Vino
a Nazaret, donde se había criado; y en el día de reposo entró en la
sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer. Y se le dio el
libro del profeta Isaías; y habiendo abierto el libro, halló el lugar
donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, Por cuanto me
ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; Me ha enviado a sanar a
los quebrantados de corazón; A pregonar libertad a los cautivos, Y vista
a los ciegos; A poner en libertad a los oprimidos; A predicar el año
agradable del Señor”. Lucas 4:16-19.
Notemos
su mensaje; altamente positivo, lleno de esperanza y de bendición. Sus
interlocutores, sin embargo, pasada la primera buena impresión se
llenaron de celos y de incredulidad. No era acaso éste su vecino, su conocido,
el hijo de un humilde trabajador ¿Cómo podría ser el Mesías?
Y
esa misma actitud la tuvieron los demás judíos con él. Se burlaron de su nacimiento milagroso llamándolo indirectamente "hijo de fornicación".
Ellos que vivían de la apariencia, no podían entender que la esperanza de su pueblo tuviera una apariencia tan humilde. Cegados por el propio orgullo, no concebían que alguien estuviera desprovisto de ese diabólico sentimiento.
Ellos que vivían de la apariencia, no podían entender que la esperanza de su pueblo tuviera una apariencia tan humilde. Cegados por el propio orgullo, no concebían que alguien estuviera desprovisto de ese diabólico sentimiento.
“Y
enrollando el libro, lo dio al ministro, y se sentó; y los ojos de
todos en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: Hoy se
ha cumplido esta Escritura delante de vosotros. Y todos daban buen
testimonio de él, y estaban maravillados de las palabras de gracia que
salían de su boca, y decían: ¿No es éste el hijo de José? Él les dijo:
Sin duda me diréis este refrán: Médico, cúrate a ti mismo; de tantas
cosas que hemos oído que se han hecho en Capernaum, haz también aquí en
tu tierra”. Lucas 4:20-23.
Aunque
no podían negar su testimonio, resistieron la profunda convicción
proveniente del Espíritu Santo y se enojaron todavía más cuando él añadió:
"De cierto os digo, que ningún profeta es acepto en su propia tierra. Y
en verdad os digo que muchas viudas había en Israel en los días de
Elías, cuando el cielo fue cerrado por tres años y seis meses, y hubo
una gran hambre en toda la tierra; pero a ninguna de ellas fue enviado
Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos
había en Israel en tiempo del profeta Eliseo; pero ninguno de ellos fue
limpiado, sino Naamán el sirio”. Lucas 4:24-27.
-¿Pero,
quién se creía este?- Ofendía su orgullo nacional al recordar la
incredulidad de Israel y el favorecimiento de paganos. Les mostraba además que
leía sus corazones. Esto fue demasiado para los habitantes de
Nazaret y entonces “al
oír estas cosas, todos en la sinagoga se llenaron de ira; y
levantándose, le echaron fuera de la ciudad, y le llevaron hasta la
cumbre del monte sobre el cual estaba edificada la ciudad de ellos, para
despeñarle. Mas él pasó por en medio de ellos, y se fue”. Lucas 4:28-30.
Vuelvo a la pregunta inicial: ¿Cómo reaccionarías si alguno de tus amigos y vecinos, miembros de tu iglesia de toda la vida intentara matarte?
Por mucho menos que eso, incontable cantidad de personas ha abandonado su fe y tomado la decisión de jamás pisar una iglesia.
Recuerdo el caso de un hermano, recién nombrado diácono, que dejó la congregación a la que asistía porque le habían sugerido “que asistiera con corbata”. Se ofendió tanto que abandonó la iglesia sólo para regresar al mundo de pecado del que había salido.
Manchan
el registro de los elegidos de Dios las contiendas entre sus servidores, en
las que el orgullo prevalece sobre el amor fraternal. MUY DOLOROSO.
Sin
embargo con Cristo no fue así. No sería él quien quebraría la caña
cascada de un corazón quebrantado, ni apagaría la vacilante llamita de
esperanza aún del más malvado de los pecadores.
Aunque
su mensaje estaba destinado a despertar sus conciencias, ellos se
endurecieron más y más, resistiendo al Espíritu Santo. Habían sido
testigos de su vida sin mancha y de su conducta siempre bondadosa y
fiel; su misma pureza era un reproche para ellos. Pero estos testimonios
de nada sirvieron y buscaron acabar con su vida.
Lo lógico es que Jesús se defendiera ante la agresión. Sin embargo, no lo hizo; solo se retiró de allí por un tiempo.
Lo lógico también es que los abandonara a su suerte, pero lo más extraordinario es que el Señor volvió otra vez a aquel lugar en donde lo habían maltratado, para tratar de salvar aunque sea unos pocos.
Que
nuestra vida sea un reflejo de la misericordiosa actitud del Señor, que
con su ejemplo mostró cómo revelar el amor del Padre a un mundo egoísta
y malvado.
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