martes, 24 de febrero de 2009

La bendición de las consecuencias

A pesar de las apariencias, hay una bendición en ello.
¿Que tiene de bueno sufrir por las consecuencias de nuestras propias acciones?
Desde el día en que Adán pecó, se le comunicó que "comería el pan con el sudor de su frente". De allí en más, todos los seres humanos, también por nuestra propia causa, nos sumergimos en un horrible pantano de dolor, angustia, sufrimiento y muerte.
En Gálatas 6.7 dice:
"No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará".
Es una ley de la que nadie escapa. Sin olvidar que no todo sufrimiento viene por nuestra propia acción (o inacción), sino de la maldad de nuestro Enemigo; Dios la diseñó como salvaguardia contra el mal, la presunción, la insensatez, la desesperanza y la temeridad.
Las heridas sanan, pero queda la cicatriz. Los divorcios pasan pero los hijos no dejan de sufrir por ellos. Podemos sacar el clavo, pero no hay forma de sacar el agujero que dejó el clavo.
Años de intemperancia que arruinan el aparato digestivo. Cientos de mentiras que destruyen para siempre nuestro respeto y credibilidad. O tal vez un solo acto apresurado que puede terminar con una relación, una única acción impremeditada y violenta que acaba con una vida. Hay tantas cosas que no se pueden reparar.
¿Debe el Señor intervenir para evitarnos estos sufrimientos?
Para nosotros es necesaria la disciplina de enfrentar las consecuencias de nuestras decisiones.
De otra manera no podríamos ver la "pecaminosidad" del pecado, nos manejaríamos con la teología de "peco y luego me confieso", y lo que es peor, distorsionaríamos la imagen de Dios al convertirlo en una especie de Papá Noel arreglalotodo.
Pero para el hombre incrédulo y egoísta que únicamente quiere librarse del dolor y los problemas, la intervención divina no le traería ningún beneficio.
Traspasando lo didáctico, es Su plan, que al enfrentar nuestros errores lleguemos a ser conscientes de nuestra incapacidad y dependencia y ello nos lleve al arrepentimiento, la confesión y a la conversión.
Había en Jerusalén un hombre en el estanque que estaba sufriendo por 38 años las consecuencias de sus pecados y estaba en una condición miserable y sin esperanza (Juan 5). Jesús se acerca y lo sana. El desdichado vuelve a caminar y a disfrutar de la salud.
¿Era eso justo? ¿Acaso al sanar a los enfermos, Cristo les permitía escapar de las consecuencias de sus malas acciones?
No, más bien es la excepción que confirma su regla al advertirle "no peques más para que no te venga otra cosa peor(vs. 14)"
Quizá el paralítico volvió a enfermarse; sin duda, murió. Lázaro resucito, tan solo para luego regresar a la tumba. Ningún milagro fue un acto definitivo, apenas un respiro, un vaso de agua fresca para el sediento. Aliviador, pero efímero y transitorio.
Aunque no se debe desmerecer el poder y el valor de las curaciones efectuadas por Jesús, no eran su propósito final. Los sanamientos eran esperanzadoras incursiones temporales de Jesús en el terreno de Satanás, advirtiéndole que un día todos sus cautivos le serían arrebatados, que todo el mal que causó y que indujo a cometer terminaría para siempre.
No tenían por objeto un bien parcial, un alivio momentáneo, sino un beneficio que alcanzaría a la eternidad. Estaban diseñados para traer fe y esperanza al sufriente y hacer que fijara sus ojos en Aquel que es su todo suficiente y compasivo salvador.
Recordemos lo que dice de los héroes de la fe en Hebreos 11: 39,40 "Y todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros."
En su eterna sabiduría, permite que en la mayoría de los casos, la ley de la siembra y la cosecha nos traiga el "beneficio" del pesar, el envejecimiento, la degradación y finalmente la muerte, para que los creyentes esperemos lo mejor, lo final, lo definitivo; que ocurrirá cuando Él venga.
Retorna Maestro.

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